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Dr. Vicente Andrés: “Sobre el preámbulo de la Ley Orgánica de Regulación de la Eutanasia (LORE) III: Más allá del consentimiento informado”

Vicente Andrés Luis (1954), Doctor en Medicina por la Universidad Complutense de Madrid, Diplomado Superior en Bioética por la Escuela Nacional de Sanidad y Máster Universitario en Filosofía Práctica por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, discurre en este artículo, continuación de dos entregas anteriores, sobre el preámbulo de la Ley Orgánica de Regulación de la Eutanasia

En el año 2000 entró en vigor el Convenio de Oviedo[1] que obligó a reinterpretar los preceptos de la Ley General de Sanidad; de ese modo, una regla permitió plantear el concepto de consentimiento:

Una intervención en el ámbito de la sanidad solo podrá efectuarse después de que la persona afectada haya dado su libre informado consentimiento. Dicha persona deberá recibir previamente una información adecuada acerca de la finalidad y la naturaleza de la intervención, así como de sus riesgos y consecuencias. En cualquier momento la persona afectada podrá retirar libremente su consentimiento[2].

En 2002[3] se estableció en nuestro país el derecho a la información asistencial (Ley 41/2002, art. 4) y, como consecuencia del respeto a la autonomía del paciente, el consentimiento informado (art. 5.1): «Toda actuación en el ámbito de la salud de un paciente necesita el consentimiento libre y voluntario del afectado, una vez que, recibida la información prevista en el artículo 4, haya valorado las opciones propias del caso». Sin embargo, antes de esta fecha, el Código de Deontología Médica de 1979, en su artículo 22º ya establecía la obligación del médico de informar al paciente «de las razones de cualquier medida diagnóstica o terapéutica, si ello le fuere solicitado». Es decir que la obligación ?como se señaló en el artículo anterior? precedía al derecho. En el art. 23º del citado documento se explicitan las condiciones en las que el consentimiento se ha de otorgar. Del mismo modo, en el art. 9 de la Ley 41/2002 se plantean los «límites del consentimiento informado» y en el art. 10 las condiciones para otorgar dicho consentimiento. Esta ley, queda asumida en el Código de Deontología de 2011 y así, este dedica los artículos 12 al 16 al consentimiento informado, yendo más allá cuando trata del consentimiento del paciente para la sedación en la agonía.

De este modo, se puede ver el tránsito de la deontología médica desde 1979 a 2011, influido sin duda por la Ley 41/2002, que a su vez venía motivada por los cambios sociales en torno a este asunto de aumento del valor de la autonomía que condujo a su reconocimiento. Esto suponía una reducción del paternalismo médico, en beneficio del respeto al ser humano individual y personal, dentro del ámbito sanitario y a su autonomía de la voluntad capacitándole para tomar las decisiones que puedan afectar a su salud.

                La teoría del consentimiento informado se fundamenta «en el reconocimiento del derecho de los pacientes a participar en las decisiones sobre su salud»[4]. El principio básico en el que se sustenta es el de autodeterminación, procedente del derecho anglosajón. Por ello, desde el siglo XVIII[5] venía aceptándose que «un individuo con capacidad legal posee el derecho a determinar lo que se vaya a hacer en su cuerpo». Aunque dicho principio quedó establecido jurídicamente en 1914 por la sentencia del juez Cardozo en el caso Schloendorff:

 Todo ser humano adulto y con plenas facultades mentales tiene derecho a determinar lo que se va a hacer con su propio cuerpo y un cirujano que realice una operación sin el consentimiento de su paciente comete una agresión a la persona, siendo responsable de los daños que origine[6].

                Las condiciones que ha de tener el paciente al que se le informa, además de capacidad y autonomía de la voluntad, es que sea parte activa en el intercambio de información para que adquiera la suficiente competencia, esto es la aptitud, para comprender los riesgos y beneficios, así como las posibles consecuencias. En la práctica médica se trata con pacientes capaces e incapaces, un deslinde difícil de establecer a veces, porque no siempre los pacientes capaces tienen la competencia, la aptitud necesaria para comprender de qué se está hablando, tanto en el diagnóstico, como en el pronóstico y el tratamiento indicado. Por lo tanto, la exigencia en la información sanitaria es doble, por una parte, trasmitir los conocimientos precisos y por otra comprobar que el paciente sea apto para decidir lo que él considera mejor para sí mismo, de acuerdo con sus valores. Una vez terminado este proceso, quedando satisfechas ambas partes, al médico no le queda otra opción que respetar esta decisión tomada con conocimiento y sabiduría, para el caso concreto y particular, no para cualquier caso, incluido el que pudiera darse en el mismo paciente en otro momento, en otras circunstancias, con otra experiencia diferente. Lo mismo valdría decir para el médico práctico.

Como un paso más, dentro de esta teoría, la ley 41/2002 define las «instrucciones previas»[7]. Por tales se entiende que «una persona mayor de edad, capaz y libre manifiesta anticipadamente su voluntad, con objeto de que ésta se cumpla en el momento en que llegue a situaciones en cuyas circunstancias no sea capaz de expresarlos personalmente, sobre los cuidados y el tratamiento de su salud».

                Pudiera parecer que esto es demasiado Derecho para la práctica médica, pero no es así. Si nos guía ?o, al menos, nos debiera guiar? la Bioética, hay que tener en cuenta que la Ética es la que viene a fundamentar tanto esta como el Derecho y ambas disciplinas requieren de la Filosofía en esta búsqueda. La fundamentación es necesaria para alcanzar un mínimo acuerdo sobre los que serán los deberes de los médicos, la Deontología, adecuadamente codificada, que compromete a todos en la práctica profesional.

                El correlato de la teoría del consentimiento informado culmina en la LORE. Aquí, el consentimiento cambia de sentido. Si lo habitual es que sea el médico el que solicita el permiso del paciente para realizar en su organismo pruebas diagnósticas o terapias de distinto grado, con el objetivo de buscar la sanación o la paliación, según los casos; tras la promulgación de la LORE es el paciente el que solicita el consentimiento del médico, amparándose en un derecho no subjetivo, sino objetivo. Siguiendo la teoría explicitada, el médico ha de poseer toda la información necesaria para hacer causa común con el solicitante de la prestación, sin presiones, sin mediar engaño. El documento de «instrucciones previas», que en su día expresó el paciente, resulta facilitador, como se verá. Así, este «más allá de la teoría del consentimiento informado» no escapa del principio de autodeterminación personal que lo sustenta y justifica.

 


[1] «Convenio sobre los derechos del hombre y la biomedicina» (Oviedo, 4 de abril de 1997).

[2] Abellán, F.; Sánchez-Caro, J. (1998); Consentimiento informado. Parte 2ª. Madrid: Fundación Salud 2000.

[3] Ley 41/20022002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica.

[4] Barrio, I.; Simón, P. (2006). «Criterios éticos para las decisiones sanitarias al final de la vida de personas incapaces». Rev Esp Salud Pública 2006; 80: 303-315.

[5] Caso de Slater contra Baker y Stapleton (1767) [Abellán, F.; Sánchez-Caro, J. (1998); Consentimiento informado. Parte 1ª. Madrid: Fundación Salud 2000, p. 20.]

[6] Ibidem, pp. 20,21.

[7] También denominadas «voluntades anticipadas» ?sobre las que las Autonomías han ido legislando? y más impropiamente «testamento vital».

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